«Un rectángulo de 14,30 por 33,40 metros con tres fachadas y una medianería, para un programa complejo: una iglesia absolutamente diáfana que ocupara la totalidad de la superficie, y un convento de frailes carmelitas descalzos. Evidentemente, era obligado situar la iglesia a nivel con el paseo de la Alameda; esta condición implicaba superponer el convento sobre ella en tres plantas, la primera para los ambientes comunitarios, la segunda para el claustro y la tercera para las celdas», con estas palabras describe el propio arquitecto García de Paredes las condiciones de este proyecto.
Diferentes fuentes atestiguan que tuvo en todo momento en cuenta las condiciones urbanísticas del centro de la ciudad en el que se insertaba la obra. En una carta dirigida al padre Plácido de Santa Teresa defendía con firmeza sus alzados por ser la exacta traducción al exterior del sentido interno del edificio y afirmaba: «No sólo creo que este edificio no desentonará en la Alameda, sino que ha de encajar plenamente en ella, y desde luego puede estar seguro de que ‘parecerá’ una iglesia.» En esta sensibilidad hacia el entorno, en su carácter discreto y silencioso, se ha querido ver una de las constantes de la obra de García de Paredes.
La fachada principal dispone, sobre un zócalo de mortero grueso, paños de ladrillo rojo entres las franjas longitudinales de la estructura metálica de color gris. Se divide horizontalmente en tres cuerpos, el central, más ancho, flanqueado por dos paños laterales que representan el papel de sendos campaniles. En altura, el cuerpo central se divide en tres partes desiguales, rematado por una cubierta dispuesta casi a modo de frontón. En la inferior se dispone el rectángulo apaisado que forma la entrada, y la superior es un juego de franjas horizontales queu se encargan de traducir al exterior la disposición de las plantas conventuales, de tal forma que la galería que rodea en su totalidad la entrada de las celdas (planta superior) vuela en la fachada sobre los amplios ventanales correspondientes al claustro, y bajo ellos se extiende la estrecha franja corrida que indica la cota superior de la planta del refectorio, correspondiendo, exactamente, al espacio del recibidor del convento.
La planta de la iglesia es de nave única, y su cabecera, recta. El interior logra así un espacio unitario, amplio, modulado por la luz y basado en un sutil equilibrio asimétrico. El vacío rectangular diáfano se ve interrumpido en el lateral izquierdo por un corredor aéreo que sirve de comunicación entre la tribuna escalonada, en alto a los pies, y el presbiterio. La geometría simple y limpia que se apodera de todo el proyecto, se extiende también al altar, ambones y candelabros.
La luz es un elemento estructural que consigue articular cierta jerarquización simbólica entre la iluminación cenital y natural, más intensa, del presbiterio, y la más matizada y ambarada que procede de rendijas de la fachada lateral.
El convento descansa sobre el techo de la nave de la iglesia, disponiéndose en tres plantas: en la inferior, el refectorio y otros ambientes comunitarios, como la sala capitular o biblioteca; en la intermedia, un original claustro terraza; y en la superior, retranqueada en sus lados mayores, las celdas.
La construcción de este edificio es contemporánea del desarrollo del Concilio Vaticano II (1962-1965). Y Stella Maris se adaptaba bien a las nuevas disposiciones conciliares, especialmente a las modificiaciones introducidas por éste en la liturgia, cuyo objetivo principal se cifraba en la promoción de la participación activa de los fieles.
La limpia exhibición de su estructura, la desnudez de sus materiales sin refinar, autorizan la filiación neobrutalista de este proyecto, que se adecuaba de manera igualmente eficaz a los principios de austeridad y funcionalidad tradicionales de la arquitectura carmelitana. Basta recordar que en El libro de las Fundaciones, Santa Teresa había recomendado que la casa «sólo cumpla la necesidad,y no (sea) superflua».
MMB